elogio del silencio -poemas-

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elogio del silencio

poemas

gabriela yocco

 

 

 

a todos mis fantasmas amados

a todos los presentes amados

que entienden y acompañan

a Sara Mann

que vive la vida como un extenso poema

“… tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras.

No hallarás otra igual, aunque te internes bajo un sol cruel entre columnas rotas,

aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo paraíso prometido.

No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre,

no la gastes con nadie.

Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia salvada del naufragio,

sepúltala en tu pecho hasta el final,

hasta la empuñadura”.

Olga Orozco

(“Ésa es tu pena”)

 

 

 

 

 

 

 

 

I

 

La tarde destila su color de agua. Se me cae el invierno debajo de las uñas y camino como si flotara sobre un mar sucio. Te voy a arrancar, tristeza. Voy a masticarte el alma de azufre y a sacudir tu capa oscura hasta hacerla jirones. Pero la tristeza es un tumor aferrado al alma, y si la arrancara no sería yo más sombra que la tristeza misma.

La noche es una enredadera feroz que se aferra a mis piernas. Deambulo entre insomnios y sueños de hoja enferma, de trapito que agita el poniente. De nada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

Ayer llegaste a mí. Venías con la cabeza descubierta y un clavel rojo  que escondía todas las caras de la muerte. Una versión de la madrugada hizo que me viera en tu verme. Ahí empezaba o terminaba la magia. ¿Nacían o morían las tristezas? Un tren verde cayó desde el cielo y leímos y leímos. ¿Te fuiste después?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

III

 

Un animalito azul, un animalito violeta, un animalito blanco. El camino que hacen mis pies. Ningún camino. Una palabra como espejo de otra y de otra y de otra. Una palabra como espejo de otro espejo. Baldío juego del infinito para perderse.

Cada vez que mi voz se desgarra contra los vidrios, un cardumen de hambre resuena en los oídos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV

 

¿Bajo qué luz se fue deshilvanando la luz? ¿Acaso le cortamos el cabello al viento? ¿Fuimos crueles con la risa nocturna o con sus aves? ¿Se nos olvidó el nombre de nuestros padres? ¿Olvidamos también agradecer a la manta o a su lana? ¿Dejamos de caminar descalzos? ¿Qué parte de la parte de la lluvia no besamos?

¿Tendremos tiempo de preguntarle todo esto al verdugo?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

V

 

Vimos cambiar de color el cielo. Primero ese azul que se desploma, pantera herida. Después, y lento, el tropel de colores, esos que carecen de palabra. El sol era una intuición o una herida.

Vimos dos pájaros.

Vimos más de lo que debíamos ver.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VI

 

Se impone hablar del silencio. De sus garras. De sus barcos enredados. Del sabor del silencio.

Se impone hablar del silencio cuando ocupa el cuerpo todo, lo invade con murciélagos y con alas de polilla nocturna. Se impone hablar del retorno del silencio. Despertar despacio de ese mundo de gesto y de carencia. De ese mundo pez.

Y de cómo, arañando la palabra despacio, trazo a trazo, juntamos b con h con p con a, hacemos luminosos collares de sonido, terribles collares, cadenas atroces de sonido. Que se miran de cara al silencio, se empequeñecen. Y huyen.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VII

 

¿Y ahora de qué sirven los viejos amuletos? ¿Las piedras sonoras? Mirá, allá lejos hay un vendaval de huesos partidos. Y en mi vaso se hace añicos la tarde.

El tiempo desbarata los relojes. Cisterna donde la cara de los dioses se desfigura. Tic tac, tic tac. Inclino mi rostro hacia el sur. Y algunos insectos antiguos como lava caen de mis oídos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VIII

 

Afirma, hubo un sol. Y hubo noches de cautela y noches de pólvora.

Afirma fui. Y ahora la prisa del náufrago.

A veces canta en plena calle, se le cae la voz en la vereda. Ríe. Junta los pedacitos. Y se sumerge en el día.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IX

 

Cuerpo de tela gastada, cuerpo cuero gastado. Flor que se oculta al menor roce. Cuerpo vasija caída, cuerpo tótem.

Cuerpo lleno de ecos, de vidrio roto, de huella vieja. Cuerpo cuarto de hotel en ruinas, cuerpo ala.

-Cuando un derrumbe de preguntas se apelmaza en mi garganta, agacho la cerviz y me coloco en el lado más severo de la sombra-.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

X

 

Él amaba mis manos, dijo. Ahora las miro jugar con las letras, armar palabras como si me armara la vida. El tiempo de las flores es arduo y lento. Recorre senderos de humedad y de media luz. Pero él amaba mis manos. Y desde entonces –no lo sabe- mis manos son otras.

El tiempo de las flores esconde un peligro cierto. Un riesgo fatal en los ojos. La estúpida ilusión del júbilo.

Y él amaba mis manos. Tal vez era en el tiempo de las flores. Tal vez mis manos eran flores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XI

 

Graniza en la tarde. Todo el horizonte es una piedra arrojada contra el vidrio de mi rostro. Nuevamente oculto los espejos. Guardo una navaja, un caracol roto, viejas muñecas.

A la calle salgo desnuda, maquillada para la muerte, pero desnuda. Nadie parece verme, nadie me ve caminar bajo el granizo de la tarde, de la mañana, de la noche.

Si te sangran los ojos, me dijeron, refugiate bajo los numerosos andamios del olvido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XII

 

En mitad de la noche todo artefacto es sospechoso. Un reloj marca su desacompasado grito, ese árbol es un hombre con tijeras en las manos. Mis animales tienen las fauces abiertas. Yo soy un árbol con tijeras en las manos. Corto el silencio en miles de trozos, en miles de pájaros hambrientos.

Tengo sed. Jamás se sacia esta sed de ser lo que no soy. Sed de arena. El paladar volcado sobre un montón de piedras arañas de jactanciosa trampa. No hay temor, sólo sudores viejos. Y un olor a náusea, a ropa húmeda, a pelo sucio.

Camino descalza por la casa oscura. En cada hueco de la sombra murmuran este nombre. Rindo mi cabeza y me sumerjo en el mar siniestro de las sábanas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XIII

 

Él dijo: sos tan pequeña que podría sostenerte sólo con la palma de mi mano. Él dijo: ahora voy a cuidarte. Él dijo: alguien antes me habló de vos…

Ella le contó de a poco el misterio de sus animales nocturnos, la ceremonia de la herida, alguna música escuchada hace mil edades.

Él dijo: ahora voy a cuidarte. Ella guardó las alas en su mochila, lo miró despacio, caminó en círculos por la casa desconocida y casi desierta –podía sentir respiraciones heladas en cada rincón-. Y se fue, antes de que los mismos viejos mastines los devoraran, para hacerlos carroña del olvido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XIV

 

Pierdo el árbol detrás del árbol, la piedra debajo de la piedra. Lo sé, somos el fruto de algún odio viejo y nadie aquí pidió nacer. Y si afirmo vida, miento. Y si me asomo a las cornisas, miento. Alguna ceremonia de tajo de los cuerpos sacará a la noche de su nada absoluta. Pero en la mañana estaremos de nuevo contra nosotros mismos, sin más piel que aquella que nos pertenece.

A  veces creo escuchar cómo crece mi pelo… a veces me ensordece el latido del propio corazón.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XV

 

Vayamos ahora al parque. Ahora que el sol es un cobre que cae. Vayamos ahora, que todavía creemos en el verde.

Vayamos al sol antes de que el sol deje combate abierto a los lobos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XVI

 

Entonces, cuando todo se derrumbaba, simplemente comenzó a llover.

El paraguas de la noche se desmoronó en la noche. La tierra se olvidó de la tierra. Yo extendí mis manos… cuenco hueco, cuenco roto. Toda la lluvia de la noche cayó sobre mi cama. Mi sola cama. Mi cama desierta. Mi cama de hembra muda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XVII

 

Y el desierto devoró al desierto. Arena tras arena se atascó en las gargantas. Y nos ahogamos. Sin remedio. Entre escarabajos y surtidores secos nos ahogamos. No hubo después nada para rogar. Nada para pedir. Sólo un manojo de dedos secos, siempre secos, para siempre secos, pieles carcomidas.

Detrás de todos los amaneceres se escondía feroz la oscuridad del infinito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XVIII

 

La mujer caminó por el centro de la avenida. Hizo equilibrio sobre las líneas amarillas. A su lado pasaban colectivos bestias sacudiendo el cuerpo menudo. La mujer caminó sobre el asfalto, esa otra noche que se había caído de la noche. Caminó sonámbula. Sólo se escuchaba el sonido de su cabeza tejiendo y destejiendo la locura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XIX

 

Le estalló todo el dolor en el oído. En el derecho. Le estalló toda la música en un estruendo pavoroso que lo dejó sin música. Le estalló el oído. Se le llevó pentagramas, silencios, corcheas más negras que nunca.

Pero se alzó, desde ahí se alzó, ya casi medio él, medio él entre los sonidos de un Bach o de un Beethoven. En un rincón duermen los instrumentos torpes que nadie toca. Yo sospecho que de tanto en tanto los acaricia, como a mariposas muertas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XX

 

Recordá el tiempo de la felicidad, se dijo. El salto del estómago al vacío. La longitud oceánica del beso. Su primer abrazo. Recordá el tiempo de la felicidad. Y estableció paralelas, coordenadas, líneas en el viento. La memoria era un antílope desbocado.

Apenas ayer, se dijo, rescatamos al pájaro. Recordalo. Apenas ayer tenías dos ojos y dos manos y dos piernas para atravesar el mundo. Recordalo.

Corrió por la casa desmadejando la trampa que le tendían los días.

Afuera hay sol, Alejandra[1]. Y ella hoy ya no quiere vestirse de cenizas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXI

 

La tarde se abrió en un mar de abismo. Yo miraba irse en aguas malas toda la ira. La soledad es un mal pan, me digo. El teléfono es un elefante mudo. Me fui escondiendo detrás de tantas piedras, lo sé. Detrás de tantas… ¿sabrán que sigo viva? ¿Sigo viva? Busco mi pulso en la raíz de la mano. Mentira de las mentiras. Algo palpita como tambor de los vientos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXII

 

La llave que no abre ninguna cerradura. La llave inmóvil, inútil, la imponderable llave. Las dos danzamos con mi cuerpo. Cuarzo cerrado en el cuarzo, alambique, caída.

La música es emblema de los desposeídos. Y toda la noche se agitan los cristales del caos. Después enciendo la luz de mi guitarra y negras anguilas le devoran el alma.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXIII

 

La vi con toda la gravedad de la tierra haciendo peso sobre su espalda. La vi con todo el peso de la tierra sobre su espalda. Con el peso mayor sobre la espalda.

Arrastraba los pies y traía papelitos, fotos, fragmentos de mi historia saqueada.

Ella, la restauradora.  Venía sin fuentes de larga comida, venía con su ojo cerrado y con su lágrima. Hacia mí venía. De a retazos intentaba la tarea, una vez más.

Traía higos negros, olor de jardines, un espejo enorme y bolsas con juguetes.

Y traía también toda la vida en su muerte acechante. Y cuando hacia mí venía, venía la vida entera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXIV

 

Es la estación de la lluvia. Cae el agua con su perpetua mansedumbre. Cae. Y suena a bosque y a canción de otras aguas. Repica las dos sílabas de la estirpe. La misma sangre repica.

Siempre siempre la lluvia me trae voces. Ecos que apenas descifro.

Hay la voz de una niña cantando desde mi vientre líquido.

Hay la voz de Jaime[2], maestro de todo dios pagano, perdida en el crepúsculo que desmaya un campo, lejos.

Hay las voces de todos los que alguna vez me amaron.

Está mi padre, su garganta trunca.

En el instante infinito del único presente, está mi padre. Siento su mano sobre mi mano, su boca en mi pelo. Mi padre es la lluvia que se desespera en las ventanas de mi casa. Como si entrar quisiera. Como si entrara.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXV

 

Tengo un animal en la memoria. Me muestra los dientes, se acerca sigiloso, me acecha en dinteles y en esquinas. Abre cajones, descubre espejos, saca los papelitos escondidos donde te llamo. Me traiciona.

Tengo un animal cansado en la memoria. Ha recorrido demasiados caminos de piedra puntiaguda. Demasiados caminos bajo la telaraña de los ojos. Se ha recostado al amparo antiguo de los árboles. Sigue caminando. Caerá.

Tengo un animal herido en la memoria. Seca su sangre en mi boca y habla con mi voz. Sabe todos los nombres de mi nombre. Sacude una selva inmediata de dolores. Tiembla.

Tengo un animal muerto en la memoria. Lame y lame las heridas de la luz y de la sombra. Lame los flancos de la noche y de la mañana. Lame mis manos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXVI

 

Mira al centro del sol. En esa ceguera dolorosa se mueven animales dorados. Pero es ésta la única manera de salvarse un instante del merodeo de la noche. Lo busca entre los altos edificios cuando pone a la ciudad en llamas. Cuando ella misma está en llamas.

Vengan a decirle de lastimadas pupilas, vengan. Ella carga su mirada llena de piedras y de alfileres y de astillas de espejo.

Y pide, por favor, no me amen. No sabe qué hacer con el agua que se vierte. No me amen hoy, ni mañana, no me amen. Está enceguecida por el sol. Las manos se le cuartean palpando paredes y naufragios. No me amen. Déjenme caída en el vórtice de cada espina de luz. Es el único calor que puedo soportar. El único roce.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXVII

 

La pido, se me niega. La exhorto y me deja con toda la arena en el desierto de mi lengua. La pido, como súplica o plegaria o don. Y no hay dioses que distraigan su mirada.
Desde este mutismo originario, yo hablo sin voces. Hablo sólo para los que puedan entender el vacío, su agujero atroz en la garganta, en la tráquea del alma. Hablo sin saber, sin entender, como balbucea un niño con la mirada perdida en otros horizontes.
Hablo con premura, con rigidez de autómata, con pretensiones de paria, con la urgencia de Edipo dos veces ciego.
Hablo con las manos en súplica.
Pido la palabra y me deshago en un silencio más absurdo que la muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XXVIII

 

La ausencia no es vacío, es un lugar para transitar descalzos. El sol a pleno sobre la nuca, guillotina insaciable. De un lado al otro de la calle, recoger de la sombra su sombra, del silencio su silencio. Esos murmullos tercos.

Hay una piedra. La ausencia es también detenerse en la piedra. Llenarle el tiempo de preguntas. Llenarle su condición eterna con nuestra enorme mortandad. ¿Se quebraría la piedra ante lo absoluto de la muerte?

Los ojos ven la ausencia no como vacío. Tal vez una hoja al trasluz, el juego de las nervaduras; un mapa sospechoso. La piedra, de nuevo. O un pasillo lleno de puertas o ventanas abiertas a la ceguera de la niebla.

La ausencia no es vacío. Acontecerá entonces palparle con gesto minucioso los resquicios, las grietas. Oír un canto lejano de tiempo y arena. Buscar sus ojos. Y remontarnos a esa edad de la infancia donde cada insecto guardaba la magia sin nombre de la luz.

 

 

 


[1] Referencia al poema “La jaula”, de Alejandra Pizarnik.

[2] A Jaime Pitluk, artista, in memorian.